Por Pablo Vicente
En tiempos preelectorales, las encuestas se convierten en un termómetro clave del clima político. Sus cifras son citadas en titulares, replicadas en redes y discutidas en cada rincón del debate público. Sin embargo, también son objeto de desconfianza, manipulación y uso estratégico. Ante esta realidad, la Junta Central Electoral (JCE) ha propuesto un reglamento para regular su realización y difusión, una medida necesaria que merece ser analizada más allá del ruido coyuntural.
Las encuestas no solo reflejan una fotografía del momento político; también influyen en la percepción de los electores, en las estrategias de campaña y en el posicionamiento mediático de los candidatos. Por eso, no es trivial quién las hace, cómo las hace y con qué intenciones se publican. En este sentido, el vacío regulatorio existente ha sido aprovechado por actores que han utilizado los sondeos como instrumentos de manipulación más que como herramientas científicas.
La propuesta de la JCE busca llenar ese vacío. Establece requisitos técnicos y legales para las empresas encuestadoras, impone la obligatoriedad de inscribirse en un registro oficial, exige transparencia metodológica y habilita mecanismos de supervisión y sanción. Lejos de ser una amenaza a la libertad de expresión, estas medidas apuntan a proteger el derecho de la ciudadanía a recibir información veraz y confiable.
Como toda regulación, el reglamento propuesto genera resistencias. Algunos temen que se convierta en un filtro político que limite la pluralidad de voces. Otros lo ven como una oportunidad para dignificar una práctica que ha sido banalizada por la improvisación y el oportunismo. El punto de equilibrio estará en la implementación: debe ser técnica, imparcial y orientada al fortalecimiento institucional.
No se trata de controlar la opinión pública, sino de garantizar que las mediciones que se presentan como científicas realmente lo sean. Un estudio serio debe poder sostenerse ante el escrutinio técnico y ético. Quienes manejan cifras infladas o amañadas, muchas veces financiadas sin transparencia, no deberían tener el mismo nivel de legitimidad que quienes cumplen con estándares reconocidos.
En una democracia sólida, la información no es solo un derecho: es una condición para decidir con libertad. Cuando la ciudadanía recibe datos creíbles, puede formar opiniones más autónomas. En cambio, cuando la desinformación se disfraza de encuesta, lo que se erosiona no es solo el debate, sino la confianza en todo el proceso electoral.
La propuesta de la JCE debe verse como una oportunidad para elevar la calidad de la conversación política. Si se logra un reglamento justo, debatido y consensuado, se estará dando un paso importante hacia una democracia más informada, más transparente y menos vulnerable a la manipulación.
Las encuestas seguirán siendo parte del paisaje electoral, pero es hora de que estén bajo la lupa, no solo de la opinión pública, sino también de la institucionalidad democrática.
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